La seguridad alimentaria se consolida en 2025 como uno de los problemas más urgentes de la agenda pública en Argentina. La combinación de inflación persistente, caída del poder adquisitivo y encarecimiento de productos básicos modifica de manera profunda los patrones de consumo. La preocupación no se limita al acceso a los alimentos, sino también a su calidad nutricional, en un contexto donde cada vez más familias reemplazan opciones saludables por alternativas más baratas y menos nutritivas.

Los informes recientes de organismos especializados muestran un aumento sostenido en la proporción de hogares que reducen porciones o sustituyen alimentos frescos —como carnes, frutas y verduras— por productos ultraprocesados. Esta tendencia tiene implicancias directas en la salud pública: crecen los indicadores de malnutrición, tanto por déficit como por exceso, especialmente entre niños y adolescentes en zonas urbanas vulnerables. La dieta promedio muestra una pérdida de diversidad que impacta en el desarrollo infantil y en la aparición temprana de enfermedades crónicas.

El precio de la canasta básica alimentaria continúa avanzando por encima del promedio general de inflación. Factores como el costo del transporte, la volatilidad del dólar, la intermediación en cadenas de distribución y la presión sobre combustibles empujan a los alimentos esenciales a niveles difíciles de sostener para una gran parte de la población. Comerciantes minoristas reportan caídas en el volumen de ventas, pero aumentos en la frecuencia de compras pequeñas, un indicador típico de hogares que viven día a día.

Los comedores comunitarios y escolares están experimentando una demanda récord. Organizaciones sociales y municipios advierten que, sin refuerzos presupuestarios, muchos de estos espacios podrían no cubrir las necesidades crecientes. El sistema de asistencia alimentaria, que debería funcionar como red de contención, enfrenta limitaciones logísticas, escasez de insumos y demoras administrativas que afectan su eficacia.

En paralelo, la producción de alimentos también enfrenta su propio conjunto de tensiones. La falta de previsibilidad económica dificulta inversiones en almacenamiento, transporte refrigerado y tecnologías para reducir pérdidas postcosecha. En el caso de frutas y verduras, hasta un 40% de la producción puede perderse antes de llegar a las góndolas, un desperdicio que agrava la relación entre oferta disponible y precios al consumidor.

Las políticas públicas orientadas a controlar precios o subsidiar el consumo muestran resultados dispares. Si bien algunos programas logran contener aumentos en productos puntuales, no alcanzan a revertir el deterioro estructural del poder de compra. Expertos señalan que la clave para mejorar la seguridad alimentaria pasa por fortalecer la producción local, mejorar la logística, coordinar controles y desarrollar estrategias nutricionales de largo plazo.

Hacia adelante, la seguridad alimentaria exige un abordaje integral que combine economía, salud y desarrollo social. La accesibilidad a alimentos nutritivos debería ser un pilar central de cualquier estrategia de inclusión, especialmente en un país que produce excedentes agrícolas pero enfrenta crecientes problemas de acceso y calidad alimentaria. Sin una política sostenida y multisectorial, el riesgo es que la crisis nutricional se convierta en una deuda estructural que comprometa a toda una generación.

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